lunes, 9 de noviembre de 2015

Adaptación "Toda clase de pieles" (Corregido)

Primero de todo antes de realizar la adaptación del cuento tengo que comentar que este cuento folclórico en concreto está recogido por los hermanos Grimm. Ya que los cuentos folclóricos se transmitían de manera oral y no tienen autor definido. Los cuentos folclóricos nos reflejan los sueños, deseos y aspiraciones de las personas.

Este relato lo he querido adaptar para la etapa fantástico-realista de los niños de entre 9 y 12 años, aunque de una forma más específica para los de 9 y 10 años, mostrando aventuras, fantasía, etc. Como hago añadiendo al Hada Madrina de la princesa. Al realizar esta adaptación lo primero que eliminé sin ninguna duda fue el incesto del padre con su hija “toda clase de pieles”. Para que los niños llamen a los personajes por su nombre se los he añadido aunque con esa edad no sería tan necesario, además he añadido personajes nuevos. Por supuesto el esqueleto principal lo he mantenido porque si no estaríamos contando una historia distinta y no una adaptación. También he decidido cambiarle el título del cuento para hacerlo más mío.

Espero que os guste.

EL RICO Y CREMOSO TAZÓN DE ARROZ CON LECHE

Érase una vez un rey tan bueno, tan amado por su pueblo, tan querido por toda su familia, que se podría decir que era el rey más feliz de todos los reyes. Su felicidad se debía en parte a la reina, una mujer tan bella como buena. De este feliz matrimonio había nacido una niña, Gadea.

En el mejor lugar del palacio dentro de una magnifica urna de cristal, se encontraba, una capa llena de remiendos, sucia y maloliente, que a nadie gustaba, ni entendían porque el Rey que tenía todo, guardaba en aquella urna algo tan repulsivo, pero el rey la tenía en gran estima, pues gracias a esa capa, en una ocasión salvo su vida. 

Cuando la princesa tenía quince años de edad, su padre el rey, enfermo repentinamente, de una grave enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se encontraba remedio.

Un día acertó a pasar por allí un sabio medico muy anciano, que al ver la tristeza que tenían todas las gentes de ese reino, quiso saber que pasaba y les pregunto:

-¿Por qué estáis tan tristes?

El tabernero, Martín, hombre rudo pero con muy buen corazón, le contesto.

-Nuestro amado Rey Luis, está muy enfermo y ningún médico sabe que le pasa.

-Yo soy médico y podría ver a vuestro Rey.

-¿Haríais eso por nosotros sin conocernos de nada?

-Por supuesto, solo con miraros y ver lo que queréis a vuestro Rey, me dice que el Rey Luis tiene que ser una gran persona.

-Desde luego no lo dudéis, venid conmigo a palacio y se lo diremos a la Reina Mencía, ella también es muy buena y caritativa.

Y dicho y hecho, para allí se encaminaron, pero despacito porque el medico –por cierto este gran médico se llamaba Gumersindo- era muy anciano.

Después de contarle a la Reina Mencía quien era ese buen señor, ella inmediatamente quiso que Gumersindo viera a su amado esposo. Gumersindo estuvo un buen rato reconociendo al Rey Luis, cuando termino y después de haberse lavado las manos, porque era un médico muy sabio, y muy limpio. Quiso hablar con los reyes, con los dos, con el Rey Luis y la Reina Mencía, y les dijo:

-Mis buenos reyes, la enfermedad que padece el Rey, es muy rara, solo se puede curar con la flor de una planta que se encuentra al final de vuestro reino, donde viven las personas más poco amigables de todo el reino. Es una planta tan delicada que solo la pueden tocar las manos suaves y limpias de una niña de dulce y valiente corazón, si otra persona la tocase, la flor se moriría.

La desolación de los reyes era grande, como iban a mandar a una niña al final de su reino, con aquellas gentes. Estaban tan abstraídos en esos pensamientos que no se dieron cuenta que la princesa se encontraba escondida detrás de la cortina, pero viendo la turbación de sus padres, salió y les dijo:

-Yo iré a por esa flor.

-Pero como vas a ir tu hija mía, eres muy delicada y te podría pasar algo, el viaje es largo y peligroso.

-No importa padre, que me acompañen tres de tus mejores soldados y así no me pasará nada.

-Pero hija el final de mi reino no es sitio para ti, hay muchos peligros para llegar y además viven unos hombres muy malos, si te vieran, no sé lo que te podrían hacer.

-Tranquilizaros padre mío, sabré como cuidarme.

-De acuerdo hija, pero para que te proteja de todo, te daré la capa que guardo en mi urna de cristal, con esa capa tu apariencia quedará protegida, no os la quitéis delante de nadie, de esa forma no os podrán reconocer.

-Gracias padre, hablare también con mi Hada Madrina, para que me ayude en este viaje.

El rey, en el fondo de su corazón sabía que era la única oportunidad que le quedaba de curarse, pero como padre sufría muchísimo por lo que a su querida hija le pudiera pasar. Ese viaje era muy peligroso. A la Reina le pasaba lo mismo, pera ella conocía bien el carácter de su hija y sabía que era muy capaz de conseguir la flor.

La joven princesa, se preparó para el viaje y fue a ver a su Hada Madrina, –El Hada Madrina tenía un nombre precioso, se llamaba Liliana— era el hada de las Lilas. La princesa, partió esa misma noche a la casa del Hada Liliana, en un lindo cochecito guiado por un cochero que conocía todos los caminos.
Llegó a su destino con toda facilidad. El hada, que amaba a la princesa, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todas sus indicaciones.

-Porque, mi amada niña, le dijo, sería muy grave para ti caer en las manos de los hombres que viven al final del reino, serían capaces de secuestraros y pedir un rescate por vos a vuestro padre.

La princesa escucho con mucha atención todo lo que su Hada Madrina le decía y cuando esta termino, le dio las gracias, pues la princesa estaba muy bien educada. A la mañana siguiente fue a ver al rey su padre para contarle todo lo que el hada le había aconsejado.

El rey, esperanzado con las noticias que la princesa le daba, reunió a los generales de su ejército, para que ellos escogieran de entre todos los oficiales y soldados, a aquellos tres más valientes y generosos que hubiera en el reino, para que pudieran proteger y ayudar a la princesa.

A los dos días, el general Fausto, le presento al Rey los tres soldados. A simple vista, eran tres jóvenes altos, fuertes y muy disciplinados, al Rey Luis le parecieron tres buenos candidatos para cuidar de su querida hija, la princesa Gadea, pues se había dado cuenta, que entre esos tres soldados se encontraba el hijo de su querido amigo  Gonzalo, el rey del país vecino, que se estaba formando como oficial en su reino. Este soldado era el príncipe Alonso.

Esa noche, la princesa Gadea llamó a su Hada Liliana y está, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:

-¡Partid! Yo me encargo de que todo lo que necesitéis para este peligroso viaje os siga a todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo vuestros mejores vestidos, el dorado como el sol regalo de vuestros padrinos, el plateado como la luna mi regalo y el más brillante que las estrellas, regalo del rey Luis y la reina Mencía, vuestros queridísimos padres, todos ellos regalos de vuestro quince cumpleaños, también estarán las joyas, los zapatos y todos los afeites, perfumes y adornos para el pelo que preciséis, este cofre seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, cogedla, al golpear con ella el suelo, cuando necesitéis vuestro cofre, éste aparecerá con todo su contenido. Mas, apresuraos en partid, no tardéis más.

La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la ropa de un soldado, metió su hermosa cabellera en un sombrero, se tizno la cara con hollín de la chimenea, para disimular que era una mujer, se puso la apestosa capa que su padre le había dado y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera, eso si, acompañada por los tres soldados.

La ausencia de la princesa causó gran revuelo. El rey y la reina se quedaron muy preocupados por la suerte que pudiera correr su amada hija, pero también muy esperanzados sabiendo que el hada, que también la quería mucho la protegía, Liliana la hacía invisible a los más hábiles rastreos.

Mientras tanto, la princesa y los tres soldados se encaminaban hacia el final del reino. Llegaron lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaban trabajo. Pero, aunque por caridad les dieran de comer, los encontraban tan mugrientos qué nadie los tomaban muy en serio, incluso la gente se escondía de ellos, pues les daban miedo.

Andando y andando, entraron a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba ayuda en su granja para trabajar en el campo, en la fragua, atender los pavos y los corderos. Esta mujer, viendo a aquellos cuatro viajeros tan cansados y sucios, se apeno de ellos y les propuso entrar a servir a su casa, lo que ellos aceptaron con gusto, pues estaban muy  cansados.

A la princesa, que con aquella capa, nadie quería, la pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su suciedad.

Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando era preciso, los  llevaba a  pacer, cuidaba de los pavos y todo con tanta habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo funcionaba bajo sus bellas manos.

Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió mirarse; su peinado y su ropa, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos hasta que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.

La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la ropa sucia, la capa y a tiznarse la cara para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre con la varita que el Hada le dio. Al abrirlo además de todas las cosas que le había dicho su Hada Madrina, encontró, la imagen de la Virgen, la rueca y el anillo que su madre le había dado antes de partir, lo acaricio todo con mucha añoranza, sobreponiéndose al momento, decidió arreglar su apariencia, peinar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del sol. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse aún más guapa. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores y perlas; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su belleza eran los corderos y los pavos, ellos la amaban igual que con su horrible apariencia.

Un día de fiesta en que la princesa se había adornado con su vestido color de la luna y sus más preciosa joyas, Alonso, el hijo del rey del reino vecino, -que recordáis era uno de los soldados-, cuando volvía de cazar, se dio cuenta que del pequeño cuartito de las caballerizas, salían unos rayos plateados muy brillantes y se acercó con mucho cuidado, para ver que pasaba allí. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿Pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida? Se quedó como de piedra y después de un rato tuvo que hacer un esfuerzo para regresar a sus aposentos en la granja, pero se dijo que no pararía hasta averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era su pequeño y sucio compañero de viaje, el que cuidaba los corderos y pavos, pero él sabía que no podía ser.

El príncipe Alonso, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Decidió regresar a  su cuarto, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la imagen de esa preciosa princesa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber llamado a la puerta, y decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez.

Pero la agitación de su corazón, causado por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. Los granjeros que eran brutos pero no tontos, reconocieron en ese joven al hijo de los reyes del país vecino, y decidieron ponerlo en una carreta y llevarlo junto a sus padres. La reina María su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. La reina, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que le contara la causa de su mal.

-¡Ah!, hijo mío, dime lo que deseas, y ten la plena seguridad que te será dado.

-¡Pues bien!, madre, dijo él, deseo que el pequeño compañero que me acompaño del reino vecino me haga un tazón de rico y cremoso arroz con leche y tan pronto como esté hecho, me lo traigan.

La reina, sorprendida ante esa extraña petición, preguntó quién era ese joven.

-Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto al joven, el pilluelo más sucio que he conocido, un mugriento que vive en vuestra granja y que cuida vuestros pavos, -porque esa granja estaba tan, tan lejos del reino de Gadea, que ya era del reino vecino-.

-No importa, dijo la reina María, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez sus dulces; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que ese joven le haga ahora mismo un tazón de rico y cremoso arroz con leche al príncipe Alonso.

Corrieron a la granja y llamaron al joven pastor y cuidador de pavos para ordenarle que hiciera con el mayor esmero un rico y cremoso tazón de arroz con leche.

Gadea que era más lista que el hambre, y que cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, se dio cuenta de que la miraban,  rápidamente, se asomó por el ventanuco de su pequeño cuarto, para ver quién era, y mira quien era, su compañero de viaje. Aquel joven era tan alto, rubio, guapo y divertido. Su imagen a menudo le arrancaba suspiros.

Como sea, si Gadea lo vio o había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho para poder sacar su cofre, dio unos golpes con la varita en el suelo y el cofre apareció como siempre ante ella. Se quitó sus feas ropas, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de brillantes, una falda igual, y comenzó a cocinar el rico y cremoso arroz con leche tan solicitado: usó la mejor azúcar, la leche más cremosa, el arroz más bueno, mantequilla y huevos frescos. Mientras trabajaba, el anillo que llevaba en el dedo, -el que le diera su madre antes de que saliera para este viaje-, cayó dentro del arroz y se mezcló con él. Cuando el más dulce y cremoso arroz estuvo cocido, se colocó la horrible capa sobre su rico vestido y fue a entregar el dulce al oficial, a quien le preguntó por el príncipe Alonso; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle el delicioso arroz con leche.

El príncipe lo arrebató de manos de aquel hombre, y se lo comió con tal rapidez que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era un buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en el fondo del tazón, pero consiguió sacarlo de la boca; al examinar este gran brillante montado en un junquillo de oro blanco, se dio cuenta de lo pequeño que era y pensó que sólo podía caber en el más hermoso dedito del mundo.

Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le quedara perfecto; no se atrevía a creer, y si llamaba a su sucio compañero, el que había hecho el dulce y cremoso arroz con leche; no se atrevía tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina María acudió donde su hijo acompañada del rey Gonzalo que se desesperaba.

-Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.

Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo:

-Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió sacando el anillo, que escondía bajo la almohada, me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria.

El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los tambores y las trompetas anunciando por todo su reino, que a aquella joven a quien le cupiera justo el anillo, se casaría con el heredero del trono.

Las princesitas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, aunque eran muy bonitas, tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, decidió él mismo probar el anillo.

Al fin les tocó el turno a las camareras, pero no tuvieron mejor resultado. El príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes, cortos y enrojecidos, no dejaron pasar el anillo.

-¿Haced venir a ese sucio soldado que me hizo el dulce y cremoso arroz con leche en días pasados? dijo el príncipe.

Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmundo y repulsivo.

-¡Que lo traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.

La princesa, que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.

Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de brillantes con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de diamantes. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su sucia capa, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde se encontraba el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:

-¿Sois vos el que vive al fondo, en el pequeño cuarto que hay en las cuadras? ¿La que cuida de los corderos y los pavos, en la granja?

-Sí, su señoría, respondió ella.

-Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.

Todos quedaron asombrados, el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de esa capa negra y sucia, se alzó una mano delicada y blanca, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la capa, la princesa apareció con una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía estaba débil, se levantó de golpe. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la princesa.

El rey y la reina, encantados al saber que era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la historia de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas ella le pudo recordar, que el matrimonio no se podía realizar hasta que ella encontrara la flor que curara a su padre.

El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada, por lo que ella se desesperaba, pues con todo aquel lío de la boda, nadie se acordaba que ella tenía que encontrar la flor. Apenada por todo, cuando consiguió zafarse de las caricias de los reyes y el príncipe, se fue a dar un largo paseo, cuando se dio cuenta de lo cansada que estaba y de lo lejos que había llegado, se sentó en unas piedras que había a la entrada del gran bosque, y pensando estaba cuando sintió que algo le hacia cosquillas en la mano y al volverse, vio la flor más preciosa del mundo, llamo a su Hada Madrina y le pregunto:

-Querida Liliana, es esta la flor que curara a mi padre el rey Luis.

-Sí, mi querida niña, esta es.

La princesa se puso muy contenta y con toda la delicadeza de que era capaz, cortó la flor. Más que andar, volaba de regreso al castillo del príncipe. Cuando llego preparó su viaje de vuelta, para poder llevarle a su padre la flor y que este se recuperara. Se despidió de los reyes y de  su amado príncipe, con la promesa de que en cuanto su padre el rey Luis estuviera bien, le mandaría recado para que acudieran a su reino y allí se celebrara la boda. La princesa regresó su país con la flor y  su querida Hada Liliana. Cuando el Rey Luis estuvo bien, mandaron un emisario real a comunicárselo al príncipe y a sus padres los reyes. Una gran comitiva se encamino hacia el palacio del rey Luis, en el reino vecino.

Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas.

El rey y la reina del país vecino, le presentaron a su hijo, a quien el rey Luis ya conocía y al que le guiño un ojo de complicidad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes príncipes, poco sensibles a estas magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.

El rey Gonzalo, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono.


Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después.

1 comentario:

  1. Bueno, Bea... has escrito un cuento muy bonito y muy similar a los cuentos folclóricos por la ambientación y por los motivos, pero no es una adaptación, sino un relato inspirado en el que yo os conté.
    Al usar un hada madrina, restas autonomía a la protagonista. No se lanza al mundo sin saber lo que va a encontrar y buscando soluciones según se le van planteando los problemas (que es una característica esencial de Toda clase de pieles al contraro, por ejemplo, de la Cenicienta adaptada por Perrault). Además, no va sola, sino acompañada por tres chicos que pueden resolverle otro tipo de problemas que no se solventen con el contenido del cofre.
    El motivo de la marcha tampoco es la huida al no poder cumplir un mandato familiar, ni hay retraso al pedir los regalos.
    Luego está el tema de la lógica de las acciones: si el objetivo de Gadea (a la que le has puesto nombre pero apenas lo usas en la narración) es encontrar la flor ¿qué hace quedándose en la ciudad en lugar de buscarla? ¿Y qué pasa con los tres soldados? No tiene ningún sentido que Alonso no la reconozca si se los habían presentado en el palacio de los padres de la princesa... y si, además, la había acompañado en el viaje y sabía que era la princesa disfrazada...
    Todos los cambios posteriores también transgreden el esqueleto original. Ella no usa los objetos de forma intencionada para intrigar al príncipe. El anillo se cae, no lo pone ella allí. Y es él quien usa el anillo para descubrir a la princesa al mejor estilo zapatito de Cenicienta.
    Una adaptación, tal y como leímos en el tema 2 y vimos en clase, debe tener un objetivo. En esta caso es adecuar el cuento a una edad. Y por eso SOLO hay que modificar los aspectos que no sean adecuados y argumentar los cambios no en gustos personales, sino en la edad de los receptores.

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