Primero de todo antes de realizar
la adaptación del cuento tengo que comentar que este cuento folclórico en
concreto está recogido por los hermanos Grimm. Ya que los cuentos folclóricos
se transmitían de manera oral y no tienen autor definido. Los cuentos
folclóricos nos reflejan los sueños, deseos y aspiraciones de las personas.
Este relato lo he querido adaptar
para la etapa fantástico-realista de los niños de entre 9 y 12 años, aunque de
una forma más específica para los de 9 y 10 años, mostrando aventuras,
fantasía, etc. Como hago añadiendo al Hada Madrina de la princesa. Al realizar
esta adaptación lo primero que eliminé sin ninguna duda fue el incesto del
padre con su hija “toda clase de pieles”. Para que los niños llamen a los
personajes por su nombre se los he añadido aunque con esa edad no sería tan
necesario, además he añadido personajes nuevos. Por supuesto el esqueleto principal
lo he mantenido porque si no estaríamos contando una historia distinta y no una
adaptación. También he decidido cambiarle el título del cuento para hacerlo más
mío.
Espero que os guste.
EL RICO Y CREMOSO TAZÓN DE
ARROZ CON LECHE
Érase una vez un rey tan bueno,
tan amado por su pueblo, tan querido por toda su familia, que se podría decir que
era el rey más feliz de todos los reyes. Su felicidad se debía en parte a la
reina, una mujer tan bella como buena. De este feliz matrimonio había nacido
una niña, Gadea.
En el mejor lugar del
palacio dentro de una magnifica urna de cristal, se encontraba, una capa llena
de remiendos, sucia y maloliente, que a nadie gustaba, ni entendían porque el
Rey que tenía todo, guardaba en aquella urna algo tan repulsivo, pero el rey la
tenía en gran estima, pues gracias a esa capa, en una ocasión salvo su vida.
Cuando la princesa tenía quince
años de edad, su padre el rey, enfermo repentinamente, de una grave enfermedad
para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se encontraba
remedio.
Un día acertó a pasar por
allí un sabio medico muy anciano, que al ver la tristeza que tenían todas las
gentes de ese reino, quiso saber que pasaba y les pregunto:
-¿Por qué estáis tan
tristes?
El tabernero, Martín, hombre
rudo pero con muy buen corazón, le contesto.
-Nuestro amado Rey Luis,
está muy enfermo y ningún médico sabe que le pasa.
-Yo soy médico y podría ver
a vuestro Rey.
-¿Haríais eso por nosotros
sin conocernos de nada?
-Por supuesto, solo con
miraros y ver lo que queréis a vuestro Rey, me dice que el Rey Luis tiene que
ser una gran persona.
-Desde luego no lo dudéis,
venid conmigo a palacio y se lo diremos a la Reina Mencía, ella también es muy
buena y caritativa.
Y dicho y hecho, para allí
se encaminaron, pero despacito porque el medico –por cierto este gran médico se
llamaba Gumersindo- era muy anciano.
Después de contarle a la
Reina Mencía quien era ese buen señor, ella inmediatamente quiso que Gumersindo
viera a su amado esposo. Gumersindo estuvo un buen rato reconociendo al Rey
Luis, cuando termino y después de haberse lavado las manos, porque era un médico
muy sabio, y muy limpio. Quiso hablar con los reyes, con los dos, con el Rey
Luis y la Reina Mencía, y les dijo:
-Mis buenos reyes, la
enfermedad que padece el Rey, es muy rara, solo se puede curar con la flor de
una planta que se encuentra al final de vuestro reino, donde viven las personas
más poco amigables de todo el reino. Es una planta tan delicada que solo la
pueden tocar las manos suaves y limpias de una niña de dulce y valiente corazón,
si otra persona la tocase, la flor se moriría.
La desolación de los reyes
era grande, como iban a mandar a una niña al final de su reino, con aquellas
gentes. Estaban tan abstraídos en esos pensamientos que no se dieron cuenta que
la princesa se encontraba escondida detrás de la cortina, pero viendo la
turbación de sus padres, salió y les dijo:
-Yo iré a por esa flor.
-Pero como vas a ir tu hija
mía, eres muy delicada y te podría pasar algo, el viaje es largo y peligroso.
-No importa padre, que me
acompañen tres de tus mejores soldados y así no me pasará nada.
-Pero hija el final de mi
reino no es sitio para ti, hay muchos peligros para llegar y además viven unos hombres muy malos, si te vieran, no sé lo que te podrían hacer.
-Tranquilizaros padre mío,
sabré como cuidarme.
-De acuerdo hija, pero para
que te proteja de todo, te daré la capa que guardo en mi urna de cristal, con
esa capa tu apariencia quedará protegida, no os la quitéis delante de nadie, de
esa forma no os podrán reconocer.
-Gracias padre, hablare también
con mi Hada Madrina, para que me ayude en este viaje.
El rey, en el fondo de su
corazón sabía que era la única oportunidad que le quedaba de curarse, pero como
padre sufría muchísimo por lo que a su querida hija le pudiera pasar. Ese viaje
era muy peligroso. A la Reina le pasaba lo mismo, pera ella conocía bien el
carácter de su hija y sabía que era muy capaz de conseguir la flor.
La joven princesa, se
preparó para el viaje y fue a ver a su Hada Madrina, –El Hada Madrina tenía un
nombre precioso, se llamaba Liliana— era el hada de las Lilas. La princesa,
partió esa misma noche a la casa del Hada Liliana, en un lindo cochecito guiado
por un cochero que conocía todos los caminos.
Llegó a su destino con toda
facilidad. El hada, que amaba a la princesa, le dijo que ya estaba enterada de
lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba
fielmente todas sus indicaciones.
-Porque, mi amada niña, le
dijo, sería muy grave para ti caer en las manos de los hombres que viven al
final del reino, serían capaces de secuestraros y pedir un rescate por vos a
vuestro padre.
La princesa escucho con
mucha atención todo lo que su Hada Madrina le decía y cuando esta termino, le
dio las gracias, pues la princesa estaba muy bien educada. A la mañana
siguiente fue a ver al rey su padre para contarle todo lo que el hada le había
aconsejado.
El rey, esperanzado con las
noticias que la princesa le daba, reunió a los generales de su ejército, para
que ellos escogieran de entre todos los oficiales y soldados, a aquellos tres
más valientes y generosos que hubiera en el reino, para que pudieran proteger y
ayudar a la princesa.
A los dos días, el general
Fausto, le presento al Rey los tres soldados. A simple vista, eran tres jóvenes
altos, fuertes y muy disciplinados, al Rey Luis le parecieron tres buenos candidatos
para cuidar de su querida hija, la princesa Gadea, pues se había dado cuenta,
que entre esos tres soldados se encontraba el hijo de su querido amigo Gonzalo, el rey del país vecino, que se
estaba formando como oficial en su reino. Este soldado era el príncipe Alonso.
Esa noche, la princesa Gadea
llamó a su Hada Liliana y está, que todo lo sabía, vino en ayuda de la
atribulada princesa y le dijo:
-¡Partid! Yo me encargo de
que todo lo que necesitéis para este peligroso viaje os siga a todas partes;
dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo vuestros mejores
vestidos, el dorado como el sol regalo de vuestros padrinos, el plateado como
la luna mi regalo y el más brillante que las estrellas, regalo del rey Luis y
la reina Mencía, vuestros queridísimos padres, todos ellos regalos de vuestro
quince cumpleaños, también estarán las joyas, los zapatos y todos los afeites,
perfumes y adornos para el pelo que preciséis, este cofre seguirá vuestros
pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, cogedla, al golpear con ella el suelo,
cuando necesitéis vuestro cofre, éste aparecerá con todo su contenido. Mas,
apresuraos en partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil
veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la ropa de un
soldado, metió su hermosa cabellera en un sombrero, se tizno la cara con hollín
de la chimenea, para disimular que era una mujer, se puso la apestosa capa que
su padre le había dado y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la
reconociera, eso si, acompañada por los tres soldados.
La ausencia de la princesa
causó gran revuelo. El rey y la reina se quedaron muy preocupados por la suerte
que pudiera correr su amada hija, pero también muy esperanzados sabiendo que el
hada, que también la quería mucho la protegía, Liliana la hacía invisible a los
más hábiles rastreos.
Mientras tanto, la princesa
y los tres soldados se encaminaban hacia el final del reino. Llegaron lejos,
muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaban trabajo. Pero, aunque
por caridad les dieran de comer, los encontraban tan mugrientos qué nadie los tomaban
muy en serio, incluso la gente se escondía de ellos, pues les daban miedo.
Andando y andando, entraron
a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba ayuda
en su granja para trabajar en el campo, en la fragua, atender los pavos y los
corderos. Esta mujer, viendo a aquellos cuatro viajeros tan cansados y sucios,
se apeno de ellos y les propuso entrar a servir a su casa, lo que ellos
aceptaron con gusto, pues estaban muy
cansados.
A la princesa, que con
aquella capa, nadie quería, la pusieron en un rincón apartado de la cocina
donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la
servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su suciedad.
Al fin se acostumbraron;
además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la
tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil
cuando era preciso, los llevaba a pacer, cuidaba de los pavos y todo con tanta
habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo funcionaba bajo
sus bellas manos.
Un día estaba sentada junto
a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le
ocurrió mirarse; su peinado y su ropa, la espantó. Avergonzada de su
apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las
manos hasta que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó
su frescura natural.
La alegría de verse tan
bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a
ponerse la ropa sucia, la capa y a tiznarse la cara para volver a la granja.
Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su
cofre con la varita que el Hada le dio. Al abrirlo además de todas las cosas
que le había dicho su Hada Madrina, encontró, la imagen de la Virgen, la rueca
y el anillo que su madre le había dado antes de partir, lo acaricio todo con
mucha añoranza, sobreponiéndose al momento, decidió arreglar su apariencia, peinar
sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del sol. Su cuarto era
tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La
linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para
no aburrirse, decidió ponerse aún más guapa. Con un arte admirable, adornaba sus
cabellos mezclando flores y perlas; a menudo suspiraba pensando que los únicos
testigos de su belleza eran los corderos y los pavos, ellos la amaban igual que
con su horrible apariencia.
Un día de fiesta en que la
princesa se había adornado con su vestido color de la luna y sus más preciosa
joyas, Alonso, el hijo del rey del reino vecino, -que recordáis era uno de los
soldados-, cuando volvía de cazar, se dio cuenta que del pequeño cuartito de
las caballerizas, salían unos rayos plateados muy brillantes y se acercó con
mucho cuidado, para ver que pasaba allí. Llevado por la curiosidad, puso el ojo
en la cerradura. ¿Pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y
ricamente vestida? Se quedó como de piedra y después de un rato tuvo que hacer
un esfuerzo para regresar a sus aposentos en la granja, pero se dijo que no
pararía hasta averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era
su pequeño y sucio compañero de viaje, el que cuidaba los corderos y pavos,
pero él sabía que no podía ser.
El príncipe Alonso, no
satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes no sabían nada
más y que era inútil hacerles más preguntas. Decidió regresar a su cuarto, indeciblemente enamorado, teniendo
constantemente ante sus ojos la imagen de esa preciosa princesa que había visto
por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber llamado a la puerta, y
decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su corazón,
causado por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan
terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. Los granjeros que eran
brutos pero no tontos, reconocieron en ese joven al hijo de los reyes del país
vecino, y decidieron ponerlo en una carreta y llevarlo junto a sus padres. La
reina María su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que
todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas
recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba
al príncipe. La reina, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que le contara
la causa de su mal.
-¡Ah!, hijo mío, dime lo
que deseas, y ten la plena seguridad que te será dado.
-¡Pues bien!, madre, dijo
él, deseo que el pequeño compañero que me acompaño del reino vecino me haga un tazón
de rico y cremoso arroz con leche y tan pronto como esté hecho, me lo traigan.
La reina, sorprendida ante
esa extraña petición, preguntó quién era ese joven.
-Es, señora, replicó uno de
sus oficiales que por casualidad había visto al joven, el pilluelo más sucio
que he conocido, un mugriento que vive en vuestra granja y que cuida vuestros
pavos, -porque esa granja estaba tan, tan lejos del reino de Gadea, que ya era
del reino vecino-.
-No importa, dijo la reina
María, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez sus dulces; es una
fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que ese joven le haga ahora mismo
un tazón de rico y cremoso arroz con leche al príncipe Alonso.
Corrieron a la granja y
llamaron al joven pastor y cuidador de pavos para ordenarle que hiciera con el
mayor esmero un rico y cremoso tazón de arroz con leche.
Gadea que era más lista que
el hambre, y que cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, se
dio cuenta de que la miraban,
rápidamente, se asomó por el ventanuco de su pequeño cuarto, para ver quién
era, y mira quien era, su compañero de viaje. Aquel joven era tan alto, rubio,
guapo y divertido. Su imagen a menudo le arrancaba suspiros.
Como sea, si Gadea lo vio o
había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse
a conocer, se encerró en su cuartucho para poder sacar su cofre, dio unos
golpes con la varita en el suelo y el cofre apareció como siempre ante ella. Se
quitó sus feas ropas, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso
un corselete de brillantes, una falda igual, y comenzó a cocinar el rico y
cremoso arroz con leche tan solicitado: usó la mejor azúcar, la leche más
cremosa, el arroz más bueno, mantequilla y huevos frescos. Mientras trabajaba, el
anillo que llevaba en el dedo, -el que le diera su madre antes de que saliera
para este viaje-, cayó dentro del arroz y se mezcló con él. Cuando el más dulce
y cremoso arroz estuvo cocido, se colocó la horrible capa sobre su rico vestido
y fue a entregar el dulce al oficial, a quien le preguntó por el príncipe
Alonso; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a
llevarle el delicioso arroz con leche.
El príncipe lo arrebató de
manos de aquel hombre, y se lo comió con tal rapidez que los médicos presentes
no dejaron de pensar que este furor no era un buen signo. En efecto, el
príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en el fondo del tazón, pero consiguió
sacarlo de la boca; al examinar este gran brillante montado en un junquillo de
oro blanco, se dio cuenta de lo pequeño que era y pensó que sólo podía caber en
el más hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo,
lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo
observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este
anillo le quedara perfecto; no se atrevía a creer, y si llamaba a su sucio
compañero, el que había hecho el dulce y cremoso arroz con leche; no se atrevía
tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser
objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos
pensamientos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo
ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La
reina María acudió donde su hijo acompañada del rey Gonzalo que se desesperaba.
-Hijo mío, hijo querido,
exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la
daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le
reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y
caricias de los autores de sus días, les dijo:
-Padre y madre míos, no me
propongo hacer una alianza que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió
sacando el anillo, que escondía bajo la almohada, me casaré con aquella a quien
le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una
campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron
el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe,
que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia.
Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar
los tambores y las trompetas anunciando por todo su reino, que a aquella joven
a quien le cupiera justo el anillo, se casaría con el heredero del trono.
Las princesitas acudieron
primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que
se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a
las modistillas que, aunque eran muy bonitas, tenían los dedos demasiado
gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, decidió él mismo probar el anillo.
Al fin les tocó el turno a
las camareras, pero no tuvieron mejor resultado. El príncipe pidió que vinieran
las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero
sus dedos regordetes, cortos y enrojecidos, no dejaron pasar el anillo.
-¿Haced venir a ese sucio
soldado que me hizo el dulce y cremoso arroz con leche en días pasados? dijo el
príncipe.
Todos se echaron a reír y
le dijeron que no, era demasiado inmundo y repulsivo.
-¡Que lo traigan en el
acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa, que había
escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su
anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el
verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el
temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues,
una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban
un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a
peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de brillantes con la
falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de diamantes. Tan pronto
como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el
príncipe, se cubrió rápidamente con su sucia capa, abrió su puerta y aquellas
gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con
su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde se
encontraba el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la
joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y
bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:
-¿Sois vos el que vive al
fondo, en el pequeño cuarto que hay en las cuadras? ¿La que cuida de los corderos
y los pavos, en la granja?
-Sí, su señoría, respondió
ella.
-Mostradme vuestra mano,
dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
Todos quedaron asombrados, el rey y la reina, así como todos los chambelanes y
los grandes de la corte, cuando de esa capa negra y sucia, se alzó una mano
delicada y blanca, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del
mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la capa, la princesa
apareció con una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía
estaba débil, se levantó de golpe. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y
la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su
hijo.
La princesa, confundida con
tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin
embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de
las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre,
contó, con infinita gracia, la historia de la princesa.
El rey y la reina,
encantados al saber que era una gran princesa, redoblaron sus muestras de
afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la historia de la princesa, y su
amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa
fue tanta, que a duras penas ella le pudo recordar, que el matrimonio no se
podía realizar hasta que ella encontrara la flor que curara a su padre.
El rey y la reina, que
estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada,
por lo que ella se desesperaba, pues con todo aquel lío de la boda, nadie se
acordaba que ella tenía que encontrar la flor. Apenada por todo, cuando
consiguió zafarse de las caricias de los reyes y el príncipe, se fue a dar un
largo paseo, cuando se dio cuenta de lo cansada que estaba y de lo lejos que
había llegado, se sentó en unas piedras que había a la entrada del gran bosque,
y pensando estaba cuando sintió que algo le hacia cosquillas en la mano y al
volverse, vio la flor más preciosa del mundo, llamo a su Hada Madrina y le
pregunto:
-Querida Liliana, es esta
la flor que curara a mi padre el rey Luis.
-Sí, mi querida niña, esta
es.
La princesa se puso muy
contenta y con toda la delicadeza de que era capaz, cortó la flor. Más que
andar, volaba de regreso al castillo del príncipe. Cuando llego preparó su
viaje de vuelta, para poder llevarle a su padre la flor y que este se
recuperara. Se despidió de los reyes y de
su amado príncipe, con la promesa de que en cuanto su padre el rey Luis estuviera
bien, le mandaría recado para que acudieran a su reino y allí se celebrara la
boda. La princesa regresó su país con la flor y su querida Hada Liliana. Cuando el Rey Luis
estuvo bien, mandaron un emisario real a comunicárselo al príncipe y a sus
padres los reyes. Una gran comitiva se encamino hacia el palacio del rey Luis,
en el reino vecino.
Vinieron reyes de todos los
países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados
sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas.
El rey y la reina del país
vecino, le presentaron a su hijo, a quien el rey Luis ya conocía y al que le
guiño un ojo de complicidad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable.
Los jóvenes príncipes, poco sensibles a estas magnificencias, sólo tenían ojos
para ellos mismos.
El rey Gonzalo, padre del
príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en
el trono.
Las fiestas de esta ilustre
boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría
si los dos no hubieran muerto cien años después.